
Mi nombre es Amelia. Se lo debo a mi madre, hermosa
fémina que en una primaveral jornada ví cara a cara luego de sólo conocer su
dulce voz de cielo que reconocería donde fuera. Ella quiso en realidad llamarme
Camelia, como la flor más hermosa que hay bajo los cielos, de perennes hojas
duras de fuerza vital cuyo cuerpo arbustivo llena de alegría su floración al
admirador. Supe que era una flor y con ello a través del tiempo cada mujer que
ha pasado por mi vida es un botón que cada pétalo perdido es uno nuevo en su
reemplazo reluciente y sabio.
Somos todas y cada una bellas flores dadoras incondicionales
de belleza y energía que a su vez recibe de manera galante y seductora. Para la
cultura patriarcal somos arbusto con una sola flor que luego de ser arrancada o
polinizada pierde lo mejor de su vida y el único regalo que se podría ofrecer.
No puedo estar más en desacuerdo con esto. Las mujeres, como todo elemento
vivo, pasa por procesos en los que se vuelve a nacer, se vuelve a amar, se
vuelve a entregar una y otra vez, pues cada flor deshojada da lugar a nuevos
pétalos y aprendizajes.
Así como cuántas otras, fui juzgada cruelmente con el
decreto del olvido como un desecho humano luego de entregar mi amor a través de
“aquella flor” al muchacho de mis discordias. No sé si estuvo bien o mal, sólo
puedo decir que las energías fluyeron y pasó para que mi alma aún niña
comprendiera nuevas cosas que tenían que ver ya con la vida y sus encrucijadas;
las cosas ya no eran más un juego infantil. El amor y sus derivados son cosas
que hay que tomar en serio.
Todo el mundo cayó encima de mí, los prejuicios
religiosos y las concepciones victorianas, decidiendo por mí lo que era
correcto. Ocurrió un día de cimarra, yo le quería tanto por haber sido el
primero que se fijaba en mí como queriendo sincronizar cupido nuestros
corazones, que no importaba cómo ni cuándo, sólo deseaba estar cerca y así él
pudiera comprender que le amaría hasta siempre. De pronto no sabía qué hacer,
semana santa y yo cayendo en pecado. Desde aquel día, los que siguieron fueron
un caos completo, tal vez deseé no haberlo hecho.
Pasó el tiempo, ¡y agradezco tanto no haberlo amado
por siempre!. Simplemente no era para mí. Sin embargo, no puedo dejar de
expresar que a pesar de los desencantos fue mi primer amor y con él mi
inexperiencia y ganas de ser importante para alguien encontraron su sosiego.
Somos una flor, una planta que siempre estará
dispuesta a dar. No importa cuán frío sea el invierno, si la nieve quema
nuestras hojas, la primavera recobrará en nuestros colores la vida nueva y el
amor que no nos llegó.
He entregado ramos multicolores de mi propia cosecha,
algunos lo han aceptado y me han acompañado; otros simplemente no ven en mí la
planta que decorará su jardín. Pero día a día riego la Camelia que vive dentro
de mí para contemplarla yo y con ello irradiar mi alegría hacia los demás.
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