
¿Te ubicas por esa calle? – Me preguntó
Sí, tuve compañeros de colegio que vivían
por allí, así es que me ubico.
La verdad era aquella, más había otra
verdad más acertada por la cual esa calle me era conocida y particular.
Le conocí en un momento de mi vida en que
las emociones me tenían pendiendo de un hilo. Sentía que nada podía ser peor
que aquel presente ingrato, el de la soledad enraizada en el alma, compartiendo
la vida con alguien más. Cuando una se siente menos sola cuando está
efectivamente sola, cuando el estar con una persona no hace más que incrementar
el hielo, aumentar la capa del permafrost, de la indiferencia.
Le conocí y sin embargo no le noté, a
pesar de que su excesiva atención hacia mí cuando le hablaba me hacía pensar
que no era normal. No reparé en él, mis ojos, mi permafrost, mi cabeza estaba
en otra parte, en la tristeza de la rutina.
Bajé del metro, buscaba la dirección, y,
mientras tanto los recuerdos me sacudían completa la piel en cada paso, cada
cuadra recorrida. Cuántas veces caminé para verle, bajo la lluvia y el frío
invierno, encima de los altos tacones; oscuridad del atardecer, la
incertidumbre de la reciprocidad amorosa. Creo que nada me importaba, sólo
creer que estaba haciendo las cosas bien, a pesar de que algún oráculo me
dijera al oído que no resultaría.
Sucedió durante una conjunción astral y
alegría colectiva, bailamos como si fuésemos el uno del otro, bajo un código
sin palabras, una especie de pacto marcando terreno aunque éste fuere ajeno.
Creí haber por fin encontrado la horma de
mi zapato, no dudé, y contra todas las advertencias me lancé a sus brazos pues
era la oportunidad de tener al hombre de mis sueños, el que dejé escapar tiempo
atrás por vanidades que con el amor nada tienen que ver. Y me lancé a sus
brazos, sin saber que su cuerpo era como una piscina sin agua. Duró tan poco
aquel idilio como pocas fueron las ganas de luchar. Tan pronto como cayeron las
caretas, ambas puertas estaban abiertas apuntando a la salida.
Encontré la dirección. No pude creer que
estaba ahora tan cerca de aquella vez, de las caminatas, las fiestas, Medianoche
en París, el vino y los amigos. El aire casi huele a su perfume, a su ira e
impulsividad. Enfermizo, no entendía cómo le dejé sin haberle tenido paciencia.
Si supiera lo que pasé y lloré, cuántas noches lejos de él pedí al universo que
le protegiera, le diera energías para el próximo día, que sintiera mi cariño a
distancia… hasta que dio el zarpazo final, esos que duelen porque traen mentira
y sabor amargo de indiferencia…Indiferencia, esa palabra otra vez. Y sin
embargo, heme aquí, tan cerca que ya puedo sentir en el estómago mariposas
nerviosas, ansiosas, como si algo esperasen ver.
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