Estación Viñuca Mannecka.


Luego de la cena caminaron hasta la estación para que Gabriela pudiera llegar a casa. No había gran cantidad de gente, sólo lo habitual a esa hora. Debido al día, muchos de los viajeros constantes se quedaron pegados en otros lados después del trabajo. Alberto estuvo tomando su delicada mano por un largo rato, como una forma de proteger su andar, como una forma de expresar sus sentimientos. Ella lo sabía y no se preocupó por eso, sólo quería sentir ese cálido gesto y extenderlo hasta el momento del adiós. Se acabaron los temas de conversación, lo transmitieron casi todo durante la comida, lo humano y lo divino, lo rutinario, lo placentero, todos los temas tuvieron su cabida en aquella mesa para cuatro, ocupada por dos, más una cartera. Lo transmitieron casi todo.


Un señor un poco despistado, otro tanto entonado, estuvo apunto de chocar con la baranda que separa los rebaños que van de los que vienen cuando comienza la hora punta, mientras una pareja le miraba como objeto de burla. A Gabriela le causó tanta gracia que se distrajo del silencio que les mantuvo pensando en cuál sería el siguiente paso. Se ha detenido un carro en la estación.

Sale la gente, entran en carrera las señoras desesperadas a tomar asiento, el juego de la sillita musical al son del "se inicia el cierre de puertas". El que queda parado pierde descanzo en 4 estaciones. Ellos siguen parados a un costado del andén, Gabriela esta vez no abordará el tren.

Algo la detiene. Es la mano de Alberto sobre su cuello, luego sobre su espalda, luego a la altura de su cintura. Ella algo nerviosa menea con torpeza la bolsa con el libro que él acababa de regalarle. Titubeaba en mirarle a los ojos pues sabía lo que vendría, y sólo de pensar en lo que iba a suceder, una tibia sensación le recorrió de pies a cabeza dejándole en la cara una sonrisita tonta que fue imposible de quitar, ni siquiera cuando le miró por fin y él comenzó a acercarse lentamente, como dándole espacio para huir pero atrapándola enrollando un brazo en ella. Se detuvo otro carro en el andén. Se detuvo el tiempo.

Él tuvo la delicadeza de tomar su rostro y entregar en un beso el cariño guardado por años. Ella lo sabía, y sin más fuerzas para resistirse correspondió en un lento y dulce beso todos aquellos que pudieron ser. Se detuvo el tiempo, sólo avanzaba el rubor en sus rostros.

Comienzan a llegar más pasajeros, la suma de los que trajo la combinación y los que vienen con bolsas desde el centro comercial. Llega el rebaño, cuesta caminar y hay algunos con muy poca paciencia. No saben cómo canalizar esa rabia de sentirse explotados adonde quiera que van. A pesar del tumulto, y de una banda de jazz que comienza a ensayar antes que llegue el tren, el tiempo aún está detenido. Avanza la energía que se dan. 

El beso es eterno, es dulce, es primavera floreciendo en invierno. El invierno, hizo un sol tremendo allí afuera, y de pronto ella sintió el invierno congelar sus venas. Incorporándose paulatinamente en la realidad que le rodeaba, intentó separarse en contra de su voluntad, Gabriela quería permanecer junto a él. Alberto comprendió, la dejó ir y mientras sus ojos no la perdieron de vista, ella sentía que sus labios latían amor. Llevaba vivo en el rostro el eterno beso, el único beso que podría tener de unos labios de propiedad privada.  

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