
El frío del puto invierno me hacía ver tan gorda como sólo
las chaquetas North Face mula hasta la rodilla suelen saber hacerlo, y la
contracción de mis músculos indicaban que los kilos de ropa no estaban ayudando
a quitar este gélido estado casi álmico. Como el jueves se me acabó el aceite
de argán, mi zarrapastroso pelo de choclo hacía evidente las batallas campales
entre las peinetas y las puntas partidas, y en mi cara sobresalían las venas y
el morado natural de las largas ojeras gracias a mi palidez extrema, y bajo la
nariz los surcos rojos dicen "por aquí pasó un río de mocos". Heme ahí,
frente al espejo veo la mejor representación de un espécimen de la raza
"perra envenenáh", y me pregunto seriamente si autodeclararme
monumento nacional en ruinas es la causa de que quién roba mis pensamientos,
aquel imbécil encantador, dé más señales de vida en mis escenas de amor y celos
imaginarias que en mis chats de whatsapp.
Como sea, era un domingo más sentada en la cama como zorro
mirando el zapato pero eran las 4 de la tarde y mi corazón estaba harto de
tanta catástrofe natural. De pronto, mi celular comenzó a recibir mensajes de
aquel homínido desesperado que hace unos meses atrás conocí por Tinder.
Si uno supiera qué clase de persona te encuentras luego de
un match, de seguro podríamos ser más selectivos. Pero no ocurre así. Las citas
de Tinder valen callampa. De Tinder, Badoo, Coco, Latinchat, forocachondo…
Y pensé, why not? Por qué no darle la oportunidad de
hacerme diversión. Quedamos, entonces, que el martes nos juntaríamos a almorzar
en el entretiempo de nuestras pegas. Por supuesto, si hay algo bueno del
machismo recalcitrante es pensar que un hombre tiene como herramienta de
conquista el hacerse el lindo invitando ya sea a bailar, a drogarse, a tirarse
en parapente, o a comer, lo cual era el plan perfecto para que mi bolsillo por
fin diera un respiro luego de la debacle financiera que me trajo pagar Ripley.
Hacia un extraño día soleado y pude estrenar mi chaquetita
de mezclilla, la vieja confiable para mi pinta coquetona. Y llegó el macho
tinderiano, con una facha entre rockero otaku mezclado con vendedor de sushi
afuera del metro, metro noventa y robustito, y aunque igual tenía lo suyo, lo
primero que pensé es que las fotos de redes sociales MIENTEN descaradamente. Pues
bien, respiré hondo y me esforzé en dejar de lado aunque sea por ese rato mi
pesadez y mi ironía innata.
Yo quería comer comida mejicana, creo que era la única idea
que más me entusiasmaba e iba dispuesta a todo (o casi todo) por mis
enchiladas, y terminamos haciendo la fila en el Taco Bell del Costanera. Comenzé
a usar los trucos de mi amiga la jipy, de pensar que todo el mundo nos tiene
algo que enseñar, que respire verde que bote azul marino, y todo ese discursillo acerca de la tolerancia que me hace querer tomarla de sus angostos bracitos y
romperla en multipedacitos cual hoja de cuaderno rayada con muchos waltdisneys,
y a pesar de mi exaltado intento mental de autocontrol, la vena aorta comenzaba
a hincharse a medida que íbamos conversando. La curva de mi equilibrio
espiritual comenzaba a declinar e iba directo hacia la irritación galáctica
cuando, con un tono despreocupado, me dice “Come tú no más, yo no voy a comer
porque no traje plata y la tarjeta se me quedó en la casa”.
O sea, como te explico, si no se me cerró un ojo al son de
un tic nervioso es porque realmente soy más maestra de lo que pensé y
efectivamente debería ser la líder de los monjes budistas.
En fin, le dije que no me gustaba comer y que me miraran
con cara de miguitas de ternura mientras lo hacía, por lo que me tuve que hacer
la buena gente y lo invité a algo poco. Le compré unas papas fritas las cuales
se tragó en dos segundos. Tremendo hueón para un solo paquete de papas fritas,
alcanzó a alimentar una pura neurona por lo que me pude dar cuenta, y parece
que siempre anda cagao de hambre. Me quedó mirando y yo con mi taco aún
intacto, odiándolo con mi vida le pregunto si quiere un poco a lo que responde
que sí. RESPONDE QUE SIIIII… lo más gracioso es que, le convide de mi taco y no
me lo devolvió más, mientras hablaba salpicaban trocitos de mi preciado
almuerzo y a esas alturas la vena aorta la tenia del grosor de mi brazo.
Cuando por fin
salimos del patio de comidas, quise que camináramos un poco para no darle la
cortada de inmediato, aunque en realidad era lo único que quería hacer. Bueno,
quizás chantarle una bomba en el hocico y que se la coma toda y explote y
después de eso, darle la cortada. Compré cigarros para intentar distenderme con
la nicotina, ya que no había nada que me ayudara a relajarme, y recordé que
felizmente mi infeliz compañero de cita no fumaba, de hecho, subía fotos
constantemente con su vaporizador. Pero como me gusta compartir y ojala me
digan que no, le ofrecí cigarros, Y ME DIJO QUE BUENO, ME DIJO QUE BUENO!.
Anonadada a más no poder, quise saber por qué habría de fumar si supuestamente
sólo aspiraba humo con sabor a coyac, y me sale con que “Es que si me ofrecen
cigarro fumo, sino no compro”.
Loco, de la vena
aorta iba a nacer una nueva yo.
Nos despedimos,
y por la tarde veo en su instagram una foto con la siguiente leyenda “Excelente
tarde, que se repita”. Me escribe un mensaje preguntando cuál fue mi impresión
hacia él. Mi respuesta, uno más a mi lista de bloqueados.
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